14 ene 2008 | By: Lo mejor para tu pequeño

Por qué el conocimiento es poder

Por Ralph M Lewis, FRC.


Todos estamos familiariza­dos con aquél viejo pro­verbio que reza: "el conocimiento es poder". Con tanta prodigalidad se ha usado en la litera­tura esotérica que, en verdad, ya se ha vuelto una frase muy trillada. El origen de la expresión "El Conocimiento es Poder" se pierde en la an­tigüedad. Podemos, sin embargo, pre­sumir que tuvo un principio romántico. Por ejemplo, la tradición nos relata que la advertencia "Conócete a ti mismo" estaba inscrita en la parte superior a la entrada de la gruta del Oráculo de Apolo, en la antigua Delfos. Tal vez la frase "Conocimiento es Poder" es, asi­mismo, la aserción de algún sabio ya olvidado que supo comprender su sig­nificado total.

Más allá del uso superficial de este término hay un significado muy hondo. Pero será necesario que primero defina­mos lo que se quiere decir con el poder que puede proveer el conocimiento. Pensaremos, acerca del poder, en el mismo sentido en que lo hacen los físicos. Ellos hacen distinción entre poder y trabajo. Definen el trabajo como una labor cumplida, como el hecho de ejecutar algo. Si levantamos, por ejemplo, cincuenta kilos a una altura de dos metros, eso constituye en sí un trabajo realizado.

El número de veces que tal peso se levanta es la cantidad de trabajo que se ha hecho. La velocidad desarrollada en tal trabajo sea, el tiempo que se emplea en levantar los cincuenta kilos y la repetición de esto cierto número de veces, constituye el poder o energía que se ha aplicado. En física, por lo tanto, poder equivale al tiempo necesario para completar cierto trabajo. La extensión del poder personal se determina por el tiempo que cada uno emplea en ejecutar un trabajo determinado.

Nuestra tarea personal

Como individuos, nuestra principal labor es la de vivir, esa es nuestra tarea personal, la más importante de todas. Se ha dicho que la vida es movilidad y acción, ejemplificada en el crecimiento, reproducción y locomoción; puede ser así en lo que concierne a la vida física, pero para el hombre la vida es mucho más que todo eso. Para el ser humano la vida debe tener un propósito, debe tener una dirección consciente, el movi­miento en una misma línea hacia cierto fin. Schopenhauer dijo que la vida es un lenguaje que nos trasmite ciertas verdades. Si estas verdades pudieran comunicársenos en otra forma, la vida consciente no sería entonces necesaria para nosotros.

Si la tarea de vivir es el aprendizaje de ciertas verdades, cabe preguntar cuá­les son esas verdades. Nadie puede enumerarlas todas, porque no han sido reveladas en su totalidad. En cada era, en cada época, no obstante, hay quienes están descubriendo más y más sobre el conocimiento de la existencia. Siglos de experiencia le han mostrado al hombre que debe haber cierta preparación para el descubrimiento de tales verdades. La primera de las dos condiciones esenciales para esta preparación es la orienta­ción; esto significa el hecho de lograr encontrarnos a nosotros mismos.

Cons­tituye nuestra relación con el estado de la existencia. Como ha dicho un filósofo, nuestra vida completa pertenece al pre­sente. Esto es todo lo que en realidad poseemos. Tan pronto como podemos darnos cuenta de nuestra existencia, después de nacer, miramos hacia un futuro extenso, a una vida en perspec­tiva. Al final de esta experiencia cons­ciente miramos hacia atrás, a nuestro largo pasado.

La vida presente es la más importante en cada edad de nuestra existencia. Lo que sentimos, lo que pensamos y hacemos ahora es lo más importante. Después de todo, nunca podremos pensar en el futuro, pues cuando llega es presente por el hecho de darnos cuenta de que existe. Sólo está delante de nosotros un futuro des­conocido. Aún más, el pasado nunca está realmente separado de nosotros. El pasado es una condición olvidada o bien una memoria y, como tal, forma parte de nuestra consciencia presente.

Los hombres se han atormentado siempre con la probabilidad de su ori­gen, de dónde vinieron, y de su futuro o destino. Se han torturado con senti­mientos mezclados de asombro sobre tales estados, y de temor hacia los mis­terios del nacimiento y de la muerte. Tratan de ahondar en el pasado para descubrir el principio; tratan, asimismo, de escudriñar mirando hacia adelante para romper ese velo, imaginándose toda clase de condiciones futuras.

Se han preocupado tanto de esos misterios que han llegado a desarrollar en dos doctrinas filosóficas generales: la onto­logía, o sea el principio, y la escatología, o fin. Conciben estos reinos futuros cual si tuvieran propósitos extraños para los hombres y a menudo los imaginan poblados de seres sobrenaturales.

Sin embargo, las verdaderas respues­tas con respecto al nacimiento y a la muerte sólo las encontraremos concentrándonos en la tarea de vivir, al entregarnos de lleno a nuestro estado presente de consciencia, comprendiéndonos a nosotros mismos y a la existen­cia de la cual podemos darnos cuenta. Ningún acontecimiento, ningún suceso, no importa cuál, o cuán diferente sea de los demás, es completamente indepen­diente.

Cada suceso proviene de los que le han precedido y se fundirá en los subsiguientes. Los cambios que percibi­mos en el panorama de la vida, siempre en movimiento, no son fenómenos o manifestaciones separadas, sino que son realmente intervalos de consciencia. La mente se cierra y se abre durante una fracción de segundo. Esto se conoce como el vacío de la consciencia. Fun­ciona en forma muy parecida al ob­turador de una máquina fotográfica.

Durante el intervalo de apertura se re­gistra la impresión que se transforma en un cuadro, el cual parece separarse de todo lo demás. Si el obturador de la mente hubiera permanecido abierto bas­tante tiempo, otras cosas se habrían mezclado con los elementos del cuadro. Por lo tanto, si en realidad no existe el pasado ni el futuro no hay nacimien­to ni muerte, ni principio ni fin absolutos.

La fuerza vital de vida

Después de todo, ¿qué queremos decir por nacimiento? ¿Queremos decir aquel momento en que por primera vez llega­mos a estar conscientes de nosotros mismos y del mundo en que aparentemente vivimos? ¿Tratamos de significar el momento en que el cuerpo físico em­pieza su existencia independiente al separarse del de la madre? O bien, la significación que damos al nacimiento corresponde al momento en que por primera vez percibió el hombre la existencia de la fuerza vital de vida, o sea el hecho de que las cosas eran vivientes y animadas?

Cada una de éstas es un acontecimiento, una clase de prin­cipio. En realidad, sólo son expresiones de la vida y de la existencia. Ninguno de estos acontecimientos, por sí solo, representa verdaderamente el nacimiento sea, es un principio absoluto. El hombre no es consciencia únicamente; también es cuerpo y, por lo tanto, no podemos medir su nacimiento desde el momento en que él se da cuenta de sí mismo.

Con respecto a la fuerza vital de vida, su origen se pierde en la in­mensidad del tiempo. La fuerza vital de vida en nosotros es universal. Ha dado expresión a muchas clases de seres, además del hombre, así es que no pode­mos medir el nacimiento por la vida del hombre. Si creemos, por otra parte, que la consciencia, la realización de nuestro propio ser es el aspecto más importante de la vida, dejemos entonces de preocuparnos por lo que existió antes de que llegáramos a estar conscientes de nues­tro ser.

Con respecto a la muerte o el fin de la existencia, ésta es sólo un cambio en la relación de nuestro estado consciente y la realidad aparente del mundo que nos rodea. El estado de vida confina la fuerza vital de vida en formas o cuerpos. Sin embargo, no se destruye por la desintegración de tales cuerpos.

Aun los efectos de nuestra existencia consciente, las cosas que hemos hecho durante este período de vida tienen inmortalidad si hemos vivido activamente: Después de todo, vamos dejando señales de nuestros logros y acciones. Por lo menos, la me­moria de nuestra personalidad, de nues­tra existencia en esta forma corpórea, permanece con otros después de nuestra muerte. Schopenhauer pregunta: "¿Qué es lo que en el hombre lucha por exis­tir? Y se contesta así: "El Yo, Yo, Yo." Toda la existencia clama por lo mismo, por ser; para que su esencia, por lo menos, continúe.

Desde el momento en que toda la existencia está unida en su esencia sobrevivimos, pues llegamos a ser fuerzas naturales después de la muerte. La naturaleza no tiene estados preferentes ni condiciones favoritas. Ninguna expresión en particular per­siste eternamente. Somos inmortales por el hecho de que somos y por la substancia que compone nuestro ser. No esperemos estar perennemente preser­vados en alguna forma especial, como una persona o cuerpo diferente; tal cosa seria contraria al movimiento necesario del Ser Absoluto.

Marco Aurelio, filó­sofo y estadista romano, dijo: "¿Hay algún hombre tan insensato que pueda temer al cambio? Todas las cosas que no habían sido deben su existencia a los cambios. ¿Qué hay de más agradable y familiar a la naturaleza y al uni­verso entero que la mutación?" Para qué inquietarse, entonces, si la forma que hoy constituye nuestra envoltura no ha de perdurar?

Desarrollo de sí mismo

La segunda preparación esencial para esta tarea de vivir, este trabajo que está por hacerse, es el desarrollo de sí mis­mo. Un producto manufacturado, tal como un refrigerador o un automóvil, no es superior al que lo diseñó, a la inteligencia y habilidad puestas en eso. Tampoco es mejor que la calidad del material usado en su producción. El producto terminado es, entonces, representativo de ambos: de la inteligencia del diseñador y de los materiales que éste usó. Sin embargo, el ser humano no es un producto completo.

El hombre es una cáscara que encierra potenciali­dades, una reserva de grandes posibili­dades. Nada es fijo o permanente en el hombre. La fuerza vital fluye continuamente a través de él. Su mente y su cuerpo son plásticos. Ambos son siempre capaces de responder a los im­pulsos de la vida, a los estímulos, apremios e impresiones intuitivas.

La ex­tensión de nuestras experiencias en la vida y lo que derivamos de ellas depen­de de nuestra habilidad para dar libre juego a nuestras funciones y facultades. Mientras más grande es un péndulo mayor será su arco de oscilación. Mien­tras mejor respondamos a nuestras potencialidades será superior nuestro desa­rrollo y nuestras experiencias en la vida.

Si la perfección constituye un desarrollo en aumento de los atributos de nuestro ser, entonces nos corresponde tal perfección por ser algo enteramente nuestro. El desarrollo de sí mismo, como evolución y refinamiento de la mente al comprender nuestra relación con la existencia, es tarea muy impor­tante del vivir.

Si la orientación y el desarrollo de sí mismo son esenciales para esa tarea de vivir, entonces quiere decir que mientras más pronto consigamos estas cosas más pronto obtendremos suficiencia personal y verdadera satisfacción. El poder, aplicado a la vida, significa el aceleramiento en la tarea de vivir en el sentido que hemos considerado. Este poder o aceleración sólo puede alcan­zarse por medio del conocimiento.

Tres clases de conocimiento

El conocimiento es de tres clases generales. El primero, o sea el conoci­miento substancial, es el más común. Es el que nos llega por medio de los sentidos objetivos, es decir, las ideas que surgen a causa de ver, sentir, gus­tar, oler y oír. Las cualidades de los diferentes sentidos imparten su misma naturaleza a todos los impulsos exter­nos, estas manifestaciones del Cósmico que percibimos.

Los sentidos dan a nuestro mundo realidad, tal como el color, extensión, olor y sonido. Por lo tanto, el conocimiento substancial es el conocimiento del mundo de la forma y de la realidad. Este conocimiento no tiene una distinción particular. No es único. Si podemos percibirlo, si podemos ver y sentir, por ejemplo, no pode­mos dejar de tener las ideas que son consecuencia de tales experiencias. Estas ideas, provenientes de la parte material, nos acosan durante todas nuestras ho­ras conscientes. Reclaman nuestra aten­ción. Nos sentimos compelidos a res­ponder a ellas.

La segunda clase de conocimiento es el conocimiento conceptual. Es el conocimiento que viene de la reflexión, de la meditación, del pensamiento. Este conocimiento es resultado del razona­miento. Esta segunda clase de conocimiento implica las ideas del conoci­miento substancial. El conocimiento conceptual consiste en una valuación de las ideas que emanan de nuestras experiencias.

Arregla las ideas de nues­tro mundo en esa comprensión, ese entendimiento que llamamos orden. Es el conocimiento conceptual el que le da al mundo el valor que tiene para nosotros, en relación con las necesidades reales o imaginadas. El conocimiento substan­cial puede compararse a un hombre que extiende la mano y en la cual se deja caer una cantidad de objetos. El cono­cimiento conceptual equivale a exami­nar los objetos de su mano para determinar su valor en relación consigo mismo.

El conocimiento substancial viene de la acción de las fuerzas de la naturaleza sobre nuestros sentidos. El conocimiento conceptual, por otro lado, es el resultado de la iniciativa privada. Depende de nosotros. Es la mente ejer­citando su influencia sobre el mundo que ha percibido. En realidad, el conocimiento conceptual crea nuestro mun­do personal. El mundo, para nosotros, es la comprensión que tenemos por medio del conocimiento conceptual de nuestra experiencia de él. Es el cono­cimiento conceptual el que nos hace establecer comercio, profesiones, el estado, y las ideologías políticas.

La tercera clase de conocimiento viene de la consciencia de sí mismo. Se han dado muchos nombres a esta clase de conocimiento a través de las edades, tales como conocimiento intuitivo, ideas innatas, y conocimiento del alma. Es el conocimiento más elevado de todos por­que es la ideación que emana de los impulsos, impresiones y estímulos del alma. Es este conocimiento el que engendra una disciplina moral. Nos ayuda a determinar lo bueno y lo malo de nuestra conducta. Nos provee con cier­tas restricciones.

Es este conocimiento el que impide que el ser se envilezca por las pasiones y deseos del cuerpo. Es el que nos inspira con amor del Cósmico y crea el deseo de saber más acerca de nuestra existencia. Es el que se trans­forma en incentivo para el humani­tarismo, el que trae un despliegue de compasión y amor hacia prójimo. Inspira la virtud. Y, en realidad, toda conducta noble en la vida, la que ha sido aclamada por los filósofos y los poetas, es una expresión de esta tercera clase de conocimiento.

Esta realización de sí mismo, sin embargo, ha sido per­vertida a menudo por la religión. Aunque éste ha sido el conocimiento que ha dado lugar a la religión, al intento de aproximarse a Dios y comprenderlo, la religión, a su vez, con frecuencia ha tratado de reprimirlo y confinarlo a ciertos límites.

Esta tercera clase de conocimiento debe ser supremo para todos nosotros. Debe mantener dentro de ciertas fron­teras el conocimiento conceptual. Debe hacer que la razón formule planes constructivos. Hoy en día sólo se ha puesto demasiado énfasis en el conocimiento conceptual y en el substancial. El que seamos capaces de ver más lejos, de oír octavas que antes no habíamos percibido, o que podamos razonar sobre el uso de tal conocimiento, no nos bene­ficia en nada si su finalidad u objetivo trae degeneración para el hombre.

La tendencia hacia un completo descuido de la realización de sí mismo resulta en una declinación moral y en un idealismo equivocado, hasta el extremo de que el conocimiento substancial y el conceptual se corrompen y mal emplean. El poder total del conocimiento viene solamente del uso de todas estas tres clases de conocimiento. Repetimos, el primero y más elevado es el de la realización de sí mismo; lue­go viene el conceptual y por último el más común, o sea el substancial.

El ideal de la Universidad RoseCroix, de la Orden Rosacruz, es enseñar a formar el balance entre estas tres clases de conocimiento. Fácil es comprender que tal conocimiento allanará la tarea de vivir y de alcanzar con mayor prontitud sus fines.

El lema que nos ayu­daría a recordar la relación de estas tres clases de conocimiento es el siguien­te:
percibir objetivamente,
concebir mentalmente y
realizar moralmente.