18 sep 2008 | By: Copijza

Medusa y el intelecto

El Infierno y la Muerte dijeron: Hemos oído hablar de ella (de la Sabiduría, pero no sabemos dónde está). Dios es quien tiene la inteligencia de su sendero y conoce su morada.[1] Job
Cuando Dante descendió al Infierno, acompañado por Virgilio, llegó a la entrada del sexto ante la sombría muralla de la ciudad de Dite y fue recibido por este grito de las feroces Erinias:
¡Que venga Medusa, lo convertiremos en esmalte (smalto)![2], IX, 52.
Efectivamente, en la antigüedad se atribuía a Medusa la propiedad de petrificar a los que la veían: los volvía insensibles como la piedra. Aquí, como el esmalte, “smalto”.
Antes de desarrollar más ampliamente el tema, refirámonos al del poema y a la verdadera naturaleza del infierno de Dante. ¿Por qué era necesario que el poeta descendiera a esta siniestra caracola para alcanzar el paraíso? Todos recordaremos los primeros versos del Infierno:
En la mitad del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, donde se había perdido la vía recta. (I, 1-3)
Queriendo salir de este valle que le había “de miedo traspaso el corazón” (I, 15), nuestro gran poeta se esforzó en escalar la montaña que lo encerraba. Varios obstáculos: na pantera, un león, una loba hambrienta de alzaron ante él y le hicieron perder toda esperanza de alcanzar las alturas. (I, 54)
Se le apareció Virgilio y le puso en guardia con respecto a la loba: nunca permite el paso a nadie, pues se lo pide con tanto ahínco que acaba matándole. (I, 96)
Se la define como un hambre nunca saciada.
El sentido de este pasaje podría ser el siguiente: “en la mitad de nuestra vida”, Dante se sentía como desviado. Así, pues, todavía no estaba iniciado en el “bello estilo” (I, 87), cuyo maestro fue Virgilio. Estaba dominado por el impulso natural de alcanzar la cima donde luce el sol naciente (I, 16-18); como el espíritu que quiere alcanzar el gran Pan sabido antes, intenta levantar el vuelo hacia las alturas donde brilla la pureza original, objeto de su nostalgia mística.
Era preciso que Virgilio le revelara el verdadero camino de inmortalidad: “deberás”, le dijo, “hacer otro viaje si quieres huir de este lugar salvaje” (I, 91-93), si quieres escapar de esta ogresa que lo devora todo, de este sueño ávido y destructor. Entonces, Virgilio le enseñó el sendero tenebroso que conduce al centro del Universo, “donde los pesos convergen de todas partes” (XXXIV, 111), lugar de las riquezas congeladas, sobre cuya consistencia se levanta el purgatorio, también llamado “la puerta de san Pedro” (I, 134).
Éste es el sendero de los héroes. También lo denominamos sendero de Hermes, donde Dante reconoció “la vía recta” o vía de la derecha, deseo de su corazón. En la enseñanza de Virgilio reencontró su “primer propósito”: Con tus palabras, me has tan bien dispuesto el corazón para seguirte, que he vuelto a mi primer propósito. (II, 136-138)
El infierno es “una cosa secreta” (III, 21). Es el secreto del mundo, el lugar del amor condenado: Me hicieron la divina potestad, la suma sabiduría y el amor primero. (II, 5-6). Esto es lo que estaba trazado con un color oscuro sobre la puerta de la ciudad doliente. Cuando el amor se volvió avaro, fue el infierno, cuyo fondo es un lago de hielo donde reside Dite, atrapado en aquel hielo hasta el vientre.
El Infierno se divide en dos. Del canto IV al canto VII, encontramos a los que han pecado por haberse dejado arrastrar. Primero, el vestíbulo: allí se amontonan los innumerables mediocres que nadie quiere y que no encuentran sitio en ningún lugar. Luego, los pecadores de la carne, los glotones, avaros, pródigos, coléricos, rencorosos y melancólicos. Son los pecadores por haberse dejado arrastrar.
A partir del sexto círculo (canto IX),l los dos poetas visitan el infierno propiamente dicho. Allí están los pecadores por malicia. Están encerrados en la ciudad de Dite, cuyas “cúpulas son rojas por el fuego que interiormente las abrasa” (VIII, 73-74). “Aquella ciudad está rodeada por una infranqueable muralla de hierro”. (VIII, 77-78). Allí, sucesivamente, se encuentra a los heréticos, los violentos, los engañadores y los traidores.
En las inmediaciones de esta ciudad es donde Dante oyó ese grito siniestro: ¡Que venga Medusa, lo convertiremos en esmalte! (IX, 52)
En la mitología, Medusa (o Gorgona) era hija de dioses marinos. Su atroz destino la volvió célebre: era una bella joven, pero sus cabellos fueron transformados en serpientes por Atenea (Minerva) por haber dado a luz a Crisaor y Pegaso, frutos de su unión con Poseidón (Neptuno) en uno de los templos de la diosa. Su cabeza se convirtió en algo tan terrible que los que la miraban quedaban petrificados. ¿Acaso no significa el verbo “méduser”[3] ‘dejar estupefacto’?
En el transcurso de su famoso descenso a los infiernos, Ulises se expresa en la Odisea del siguiente modo: Sentí volverme verde de miedo con sólo pensar que desde el fondo del Hades la noble Perséfone pudiera mandarnos la cabeza de Gorgo, aquel terrible monstruo.[4]
El neoplatónico Porfirio, del siglo III d. C.,[5] ha comentado este pasaje: Aristóteles define a Gorgo o Medusa como terror, pánico para los que la ven.[6] Ulises temía que le fuera enviado un demonio de este tipo…” Pero Porfirio añade: “Temer no es ver”, al parecer haciendo alusión al carácter imaginario de esta aparición.
La observación de Porfirio define bien la naturaleza de esta Medusa petrificante. Es un fantasma para el que el testimonio de los sentidos no interviene en nada. Si bien se manifiesta a los condenados como terror pánico que se apodera de los espíritus pasmados, puede, sin embargo, en el transcurso de la vida del hombre tomar otros aspectos. Es el peligro de cualquier actividad psíquica separada de los sentidos y, por consiguiente, insensata. He aquí el dolo de las falsas revelaciones. Este monstruo sin huesos ni carne es como Proteo, que toma todas las formas pero no permanece en ninguna. Medusa es una pega para los que se deleitan en ella.
Pensamos que es inútil insistir sobre este cielo de mentira. El lector comprenderá lo que referimos.
La ciudad de Dite es, según hemos visto, la de los astutos, defraudadores y traidores. Recordemos que estaba rodeada por una muralla infranqueable: el delirio del espíritu se une la astucia de la razón. Éste es el momento de recordar las excelentes páginas de El Reino de la Cantidad,[7] donde el autor denuncia el racionalismo “que niega al ser humano la posesión y el uso de cualquier facultad de orden trascendente…”. Ésta es la muralla que envuelve la ciudad infernal: el olvido heló como hierro. Hemos visto anteriormente que el Infierno era el secreto de este mundo.[8]
¡Qué bien combinada está la trampa! Nunca un cazador con trampas cedió ante las súplicas o las lágrimas. El sendero de Hermes está olvidado.
Así dijo el Maestro: vuélvete hacia el interior y cierra los ojos, pues si la Gorgona se muestra y tú la ves, nunca podrás volver arriba.
Así dijo el maestro” despierta nuestra atención. Este interior hacia el que el discípulo ha de volverse es el del sentido, y la invitación a tener los ojos cerrados se comprende fácilmente.
Un hermetista contemporáneo, Louis Cattiaux, escribirá, por ejemplo, con un significado análogo: “El maestro, al visitar la morada del discípulo […] abrió todas las ventanas excepto la que miraba al Norte […]”.[9] Asimismo, antes de la reforma llamada de Pablo VI, al final de la misa católica, el sacerdote, volviéndose hacia el norte, recitaba el prólogo del evangelio según san Juan para conjurar las potencias infernales: En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo. (Juan, I, 4-9)
En el poema de Virgilio,[10] cuando el piadoso Eneas fue a buscar a la Sibila para pedirle que lo guiara en los infiernos, aquélla le advirtió de los peligros que le esperaban en los siguientes términos:
[…] El descenso al Averno es cosa fácil. La puerta del negro Dite está de par en par abierta noche y día; pero volver atrás y salir a las luces de arriba, ahí está la obra, ahí está el trabajo. Unos pocos, nacidos de los dioses, a quienes Júpiter hizo objeto de su amor y llevados hacia el éter por una ardiente virtud, lo lograron […].
Uno dice lo que el otro calla.
Lo que mejor nos parece que define la condena está expresado en estos versos del Infierno:
Hemos llegado al lugar donde te dije que verías a la gente doliente que ha perdido el bien del intelecto. (III, 16-18)
Y posteriormente, leemos en el canto IX:
¡Oh, vosotros, los que tenéis el intelecto sano, ved la doctrina que se oculta bajo el velo de los versos extraños! (IX, 61-63)
Como si dijera: vosotros, que habéis reencontrado el intelecto original y no degenerado en astucia de la razón, penetrad, sólo vosotros, el misterio de mis versos.
Dante habla aquí como un discípulo de Hermes, según el lenguaje propio de la escuela, en el que el intelecto traduce exactamente el griego nous (νοϋς), considerado en los libros de Hermes Trismegisto como el fruto de una iniciación, un don divino. Volvamos a leer, por ejemplo, el tratado IV, denominado la “Crátera” o la “Mónada”.[11] El intelecto, en griego nous, es presentado allí a los espíritus de los hombres como un premio que ganar.
El señor Guignebert[12] escribe que en la época helenística, a la que se hacen remontar los textos de Hermes Trismegisto así como los escritos neotestamentarios, se utilizaba el término nous “[…] para designar a un dios nous, que les proporcionaba en el acto un conocimiento absoluto del Todo y, además, les otorga la inmortalidad”. Asimismo, en ciertos textos herméticos, nous también designa ‘el sentido de las palabras y de las cosas’.[13] San Pablo proclamaba: “Tenemos el nous de Cristo”, pasaje que san Jerónimo tradujo excelentemente por “nos autem sensum Christi habemus”, ‘tenemos el sentido de Cristo’.[14]
A partir de aquí se ve en qué difiere la revelación y, digamos la palabra, la gnosis, palabra condenada por los fariseos del cristianismo, en qué difiere ese conocimiento de todo lo que representa la manifestación de la Medusa. Hemos aludido anteriormente a que el Infierno era el secreto de este mundo. Pero es un secreto negado y es en eso que resulta verdaderamente una trampa diabólica.
Si la condena es la privación del intelecto, el infierno es vivir en un aire sin estrellas: Allí suspiros, llantos y profundos ayes resonaban en aquel aire sin estrellas […]. (III, 22-23)
Precisamente, Dante relaciona el bien del intelecto con el cielo (estrellado). Leemos en El Convite:[15]
Así también las ciencias son en nosotros la causa inductora de la perfección segunda, pues por medio de ellas podemos contemplar la verdad, que es nuestra última perfección, como dice el filósofo en el libro sexto de la Ética, cuando dice que la verdad es el bien del intelecto. Por estas y por otras muchas semejanzas, la ciencia puede ser llamada cielo […].
A la salida de este infierno, Dante exclama:
Entonces, salimos para ver de nuevo las estrellas. (XXXIV, 139)
Es el último verso del Infierno. Se pensará naturalmente en ese astro terrestre que condujo por etapas a los magos venidos de Oriente hasta el alumbramiento del hijo de Dios.
Es imposible hablar de Dante sin evocar a Beatriz, la dama de sus pensamientos. En La Vida Nueva,[16] evocando su primer encuentro exclama:
He aquí que viene un dios más fuerte que yo, que me dominará. (II, 5)
Este dios, lo habremos comprendido, es el amor que hace a los poetas.
Colocando al final lo que fue al principio, nuestro poeta celebra en el último canto del Paraíso lo que fue su salvaguardia desde el comienzo de su viaje.
Creo, por la agudeza del vivo rayo que soporté, que me habría perdido si hubiera apartado los ojos de él. (XXXIII, 76-78)
Deberíamos citar por entero este admirable canto XXXIII del Paraíso, que resume toda la obra:
Lo sé, mi decir no es más que una simple luz. (XXXIII, 90)
Esta luz está callada en el infierno que la niega; se clarifica en el purgatorio; se contempla en el paraíso.
[1] . Job XXVIII, 22-23.
[2] . Henri Longnon, ed. Garnier, París, 1938, traduce smalto por ‘piedra’, y André Pézard, ed. Gallimard, París 1965, por ‘mármol’.
[3] . Este verbo francés no tiene equivalente en castellano (N. del T.)
[4] . Homero, Odisea, XI, 634.
[5] . Porphyrii Quaestionum Homericarum, ed. Schrader-Teubner, Leipzig, 1880.
[6] . La atribución de esta definición a Aristóteles es dudosa. Tal vez se trate de un error de copista.
[7] . R. Guénon, El Reino de la Cantidad y el signo de los Tiempos, ed. Paidós, Barcelona, 1997.
[8] . Según la glosa de H. Longnon, op. cit., (en p. 137, n. 2).
[9] . Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, XXIV, 33’.
[10] . Virgilio, Enéida VI, 126-131.
[11] . Hermes Trismegisto, “Poimandrés” IV, 4, en Corpus Herméticum. (Existe una traducción al español: Textos Herméticos, ed. Gredos, Madrid, 1999.)
[12] . Ch. Guignebert, Le Christ, ed. Albin Michel, Paris, 1969, p. 339.
[13] . Véase Scout, Hermética, ed. Clarendon Press, Oxford, 1924, vol. I, p. 262.
[14] . I Corintios II, 16.
[15] . En Obras completas, ed. Bac, Madrid, 1980, p. 604.
[16] . En Obras completas, ibidem, p. 537.